El cantante demostró por segunda noche consecutiva el arsenal de su carisma y la comunión con sus fans
Si había alguna duda respecto a la manera en la que Harry Styles tiene al público en sus manos, el segundo y último show que brindó el cantante británico en River no hizo más que ratificar esa alianza inquebrantable con su audiencia, pero también algo irrefutable a gran escala: estamos ante un showman que alcanzó su consagración con tan solo 28 años, un verdadero fenómeno que hoy se mostró ante fanáticos de diferentes generaciones con un swing que no tiene parangón. Podría argumentarse que Styles es un cúmulo de influencias llevadas a buen puerto, pero lo cierto es que logró trascender los homenajes no tan velados que les hace a sus ídolos, desde David Bowie a Elton John, para construir su propia identidad.
En su despedida del país, el músico dejó de lado en un comienzo las referencias a la Copa del Mundo (éstas llegarían poco después) y no presentó variaciones respecto al sábado en una lista de temas con la que nuevamente se permitió recorrer sus tres discos (Harry Styles, Fine Line y Harry’s House) pero sin la urgencia de quien necesita promocionar lo novedoso. Por el contrario, el artista se muestra orgulloso de su evolución sonora desde que se lanzó como solista y su espectáculo –en el sentido más amplio de la palabra- está en sintonía con ese camino recorrido. Asimismo, Styles logró hacer impredecible lo predecible. Poco importaba si abría su show por segunda vez con “Music for a Sushi Restaurant” o si concluía con uno de sus temas más sólidos (el sexy “Kiwi” que nos remite indefectiblemente al Alex Turner de Arctic Monkeys): el ex One Direction sabe cómo generar buenos climas, lo que hace que la experiencia de verlo resulte siempre un regalo inmaculado.
En esta oportunidad, Styles pareció conmovido ante los gestos de un público devoto que cantaba a todo pulmón hits como “Watermelon Sugar” y “As It Was”, pero también ante la demostración más concreta de esa fidelidad, de esa complicidad, como cuando cantó “Golden” y los celulares se iluminaron al unísono con esas luces blancas y, claro, doradas, que acompañaron otro de los grandes éxitos del músico. Los recitales de Harry se convierten, así, en una experiencia más que en un mero repaso mecánico de canciones a prueba de incontables escuchas y esto se debe a que en el escenario hay un hombre enérgico. “Me gustaría que vivan esta noche como una fiesta, que canten estas canciones, que hagan lo que más disfruten”, remarcó el artista en más de una ocasión. En efecto, su paso por el país fue precisamente una celebración pop marcada por la diversidad (las banderas LGBTQI+ se multiplicaron el domingo), pero también una celebración de lo que la música provoca en el cuerpo. Styles toma sus composiciones y las siente. Sus movimientos oscilan entre la sensualidad más ineludible y los saltos de un lado a otro de naturaleza teen. En esa variedad, en ese péndulo que puede ir desde el mencionado “Watermelon Sugar” a “Treat People with Kindness” reside su conquista todoterreno de una audiencia que lo acompañó en esos cambios de tempo. Por lo tanto, cuando llegó la sentida “Matilda”, la mayoría de los presentes pudieron prescindir por un rato de los celulares para disfrutar de un momento más íntimo, como si existiera un código entre ellos y el artífice de esos himnos que sonaron en una noche mágica.
Por otro lado, Styles tampoco necesita de coreografías ostentosas o de una puesta desmesurada. Él mismo tiene todos los condimentos para cargarse al hombro un show (junto a una notable banda que su público admira y ovaciona en consecuencia, como al gran guitarrista Mitch Rowland que se lució en un solo, y a la baterista Sarah Jones) sin apelar a elementos externos. Él es el espectáculo. Antes de las despedidas, antes de que las pantallas dejaran el (techni)color omnipresente para dar lugar a la sobriedad del blanco y negro acorde a “Sign of the Times”, Styles reconoció que venir a la Argentina es pisar un suelo donde el afecto se demuestra, no se guarda. Todo sale a la superficie, se materializa en boas, sombreros, vinchas de rosas que titilan, y esas banderas de una comunidad que, con esos temas como motor, goza en libertad.
El cantante no solo generó efervescencia al recordar el triunfo de Argentina sobre Australia sino que realizó una promesa cuando recibió de regalo la camiseta de nuestro seleccionado. “Por ahora no puedo ponérmela”, expresó, para luego emitir las palabras justas: “Cuando Argentina gane el Mundial, lo haré”. Su sonrisa, otro gesto de complicidad con ese público que nunca lo deja solo, fue más que un hasta luego: fue dejar al descubierto lo que ya es una certeza. Si Harry Styles quiere que la Argentina disfrute de su show como una fiesta es porque él mismo siente que sus interlocutores son la representación perfecta de ese espíritu de regocijo.
Fuente: La Nación