La artista española ofreció el jueves en el estadio ubicado en Villa Crespo la primera de las dos paradas previstas de su gira. Cautivó a la audiencia, dio muestras de su inagotable talento, y brindó un alegato artístico para quienes gusten aventurarse más allá de lo evidente.
Fotos: Cris Sille
A través de una elocuente puesta en escena centrada en lo performático y de su conocida propuesta sonora, la artista española Rosalía ofreció la noche del jueves su más acabada síntesis del mundo moderno en la primera de las dos paradas previstas del «Motomami World Tour» en el Movistar Arena, del barrio porteño de Villa Crespo.
En su regreso al país tras su paso por Lollapalooza Argentina 2019, una de las grandes sensaciones mundiales de la actual escena musical no se contentó con cautivar a la audiencia desde el carisma ni de dar muestras de su inagotable talento, sino que además brindó un alegato artístico para quienes gusten aventurarse más allá de lo evidente.
Con un escenario despojado de instrumentos y amplificadores, con la sola presencia de ocho bailarines -todos hombres- que jugaron un rol central; y sin caer en el artificio de arsenales lumínicos ni pirotecnia, Rosalía apostó a la interacción entre los cuerpos para expresarse desde lo visual, acaso como reflejo de lo visceral de su música.
Las permanentes paradojas -o tensiones- entre lo natural y lo artificial, lo sutil y lo evidente, la ternura y el espíritu guerrero, la tradición y la modernidad, entre otras ambivalencias que la española pone en juego desde lo sonoro, se presentaron bajo ese ropaje.
En ese contexto, Rosalía fue desplegando en casi dos horas de concierto todo el mundo sonoro contenido en «Motomami», su celebrado último trabajo; como así también de los distintos singles lanzados en los últimos años y los ya clásicos de su disco «El mal querer», de 2018.
Sin embargo, lo más maravilloso del espectáculo es que la española va trazando un poderoso relato lírico y musical, rico en información, pero casi de soslayo, como para que no pierda protagonismo el goce del cuerpo ni distraiga a quienes solo busquen eso en el arte de Rosalía.
Claro que el irresistible magnetismo y el descomunal talento que evidencia la artista finalmente termina siendo la foto final del concierto cuando las luces del estadio se encendieron para invitar al público a retirarse.
La gran expectativa por ver a esta artista, exacerbada por el sacudón que había provocado en el Lollapalooza Argentina 2019 que dejó a todos con ganas de más y por la unanimidad en los elogios a «Motomami», explotó cuando a las 21.30 en punto se apagaron las luces del estadio y comenzó a sonar desde los parlantes «Matsuri-Shake», un tema japonés de aires hardcore, que sirvió de anuncio de comienzo de show.
En medio de un sonido de moto, Rosalía y los bailarines ingresaron al escenario enfundados en trajes negros, con unos cascos lumínicos y movimientos como si fueran insectos robotizados. La gran ovación llegó cuando la artista se sacó el casco y arremetió con «Saoko».
A partir de allí, las siguientes dos horas fueron un sube y baja de emociones, con pasajes que transitaron desde los mas radicales ritmos urbanos a boleros «cortavenas», con escalas en la balada de corte más pop y, fundamentalmente, las tradiciones sonoras españolas. Así, el ambiente podía mutar del romanticismo al manifiesto empoderador o podía convertir el escenario en una suerte de tablado andaluz.
Lo novedoso es que en la mayoría de los casos todo eso puede irrumpir al mismo tiempo y es allí donde se produce el juego de tensiones: el cantejondo se despliega sobre un reggaetón o una ultra delicada melodía romántica presenta una lírica hardcore sexualmente hablando, como ocurre en el tema «Hentai».
Tal vez, el punto más débil del show haya sido que por momentos el sonido de las pistas no fue del todo claro, lo que no permitió apreciar en su totalidad las sutilezas que aparecen en las bases de las canciones.
Como sea, esto no impidió de todos modos incursionar en ese universo propuesto, en donde el concepto de lo urgente de la vida moderna se manifiesta a través de retazos de ritmos que se muestran pero no llegan a desarrollarse por completo y finalizan abruptamente para dar paso a otro fragmento.
Mientras todo eso ocurre, Rosalía ejerce al máximo su poder de seducción, ya sea con su pose empoderada; su simpleza y humildad a la hora de hablar con el público, momentos en donde no duda en desnudar emociones; o con la cercanía que propone al bajarse del escenario para cantar al lado de los fans o permitiendo subir a un grupo de ellos para bailar en uno de los temas.
También hubo guiños a la cultura local cuando entonó a capella «Alfonsina y el mar» y reveló que la había aprendido «hace muchos años, cuando era muy chica»; o cuando luego de mencionar al salsero Willie Colón en la lúdica «abcdefg», añadió que también le gustaba mucho Piazzolla y que esperaba alguna vez hacer una canción inspirada en él.
Para su despliegue, la española contó con el cuerpo de bailarines como gran aliado, no solo para armar figuras -como la moto humana que representó sobre la que se sentó Rosalía para cantar «Motomami»-; sino también como asistente que evitó otras presencias en el escenario.
Otra vez allí lo performático se cruzó con lo práctico, pues los bailarines eran curiosamente los encargados de pasar un secador por el piso para evitar resbalones, o le acercaban a la artista agua y una toalla, en movimientos casi incorporados a la dinámica del show.
Incluso, el disruptivo andar sobre el escenario de un steadycam que se movía libremente por delante de la artista y el cuerpo de baile para tomar primeros planos que eran emitidos por las pantallas laterales parecieron ser parte del concepto de la puesta.
Cuando al final del concierto, Rosalía cerró con «CUUUuuuuuute», se completó la metáfora del mundo moderno: un corte de poco más de dos minutos en donde se pasa abruptamente del sonido casi industrial a la dulce melodía, y combina poética tradicional con el particular lenguaje construido sobre neologismos.
«Mariposas sueltas por la calle. Para verlas tienes que salir. Míralas, no pierdas detalle. Habrá quien te falle, pero yo siempre estoy ahí», entonó Rosalía a modo de conclusión. Los insectos robóticos del principio habían mutado a mariposas y permanecerían prendidas a la memoria del público, mientras se dispersaba por las calles de Villa Crespo.